Por Antonio Anasagasti.
Se ha demostrado por el investigador Javier Escudero que Alonso de Quijano existió de verdad ya que en el archivo Histórico Provincial de Toledo hay un documento que certifica un negocio de permuta de terrenos efectuado por él, el 17 de junio de 1584, en el Camino del Toboso a Mota del Cuervo (Cuenca). Por lo tanto, aquel lugar de la Mancha, no era otro sino el Toboso.
Y también se ha probado de manera fidedigna que Cide Hamete Benengueli, al que el propio Cervantes atribuye la autoría del Quijote en su capítulo IX, existió. Y que, a buen seguro, Cervantes se inspiró en personajes reales y en historias que oyó o, incluso, leyó.
Posiblemente, la hipótesis más plausible es que estos relatos estuviesen basados en la vida de un amigo de Alonso de Quijano, un hidalgo venido a menos, llamado Francisco de Acuña, que fue testigo de ese contrato de permuta.
En esta ingeniosa novela el autor con gran maestría juega con esas posibilidades y da vida propia a Alonso de Quijano, que se revuelve contra la imagen burlesca que de él da Cervantes en su Quijote.
En este caso Alonso de Quijano se siente fascinado por el libro de caballería Tirant Lo Blanch, o traducido al castellano Tirante el Blanco, uno de los ejemplares que no fue quemado en la biblioteca atribuida al Quijote, junto a la Galatea. Este reescrito Alonso de Quijano pretende en esta narración emular A Tirante el Blanco, hasta el punto de autodenominarse Tirante el Negro y bautizar a su jamelgo como Tiranio y no Rocinante.
El libro es muy agradable de leer. El lector se sitúa en la posición del protagonista y lo comprende e, incluso, siente rabia por las burlas que es sometido Alonso de Quijano en el Quijote y se rebela contra ellas, en un tono simpático. Las correrías de este nuevo Alonso están desarrolladas con gran imaginación y con una alta dosis de fantasía. Así, el personaje es capaz de saltar de un libro a otro, como por arte de magia. O, por ejemplo, su caballo es un avezado traductor de casi todos los idiomas posibles, tanto humanos como de otros animales y por lo tanto de comunicarse sin problema con todos ellos.
Miguel Ávila maneja con destreza el arte de la intertextualidad, haciendo referencias constantes a episodios escritos en el Quijote y en otras novelas caballerescas.
Este es un libro denso, sin capítulos, muy ilustrado e ilustrativo, pero fácil de leer y ameno, lo cual demuestra la calidad suprema de la pluma del escritor y de su manera tan original de presentar el hilo narrativo. En el volumen hay una profusión de anacronismos buscados (como, por ejemplo, aviones, coches), y referencias, sobre todo filosóficas, de personajes que no vivieron el siglo XVI (tales como Nietzsche, Schopenhauer, Freud), para recolocar y reactualizar a Alonso de Quijano en una perspectiva del siglo XXI, más moderna.
Al mismo tiempo, el texto aviva la imaginación del lector. Glosando a Miguel Ávila “en este libro uno es al a vez autor, lector y personaje y sale de sus páginas para verse desde fuera”.
En definitiva, una obra de arte, que no pasa indiferente, que marca al lector y le invita a averiguar más de la novela más representativa y genial de las letras hispanas.