Francisco Benítez Aguilar
El juguete viene a reflejar, casi siempre, la personalidad de quien lo posee, porque el niño selecciona de forma inconsciente ése que más le atrae, el que mejor se adapta a su forma de ser, y en el que encuentra esa compañía que, muchas veces, no son capaces de proporcionarles las personas.
Hay algunos de esos juguetes que llevan a formar parte de la propia vida de sus propietarios hasta el punto de ser inseparables y de que, entre ellos, se establezca una relación afectiva tan grande que a pesar que a uno le salgan arrugas y otro se vaya deteriorando con el paso de los años, ambos conserven intacta esa «íntima amistad», con igual intensidad que en el día que llegó a sus manos.
Cuando esa fidelidad perdura tantos años sólo puede encerrar una enorme carga de amor que no ha podido ser repartido y una soledad aliviada por algo tan simple y tan maravilloso como un osito de trapo.
Hace dos años, Ana María Dalí, cuando la vida comenzó a tener en su balanza más peso en recuerdos que en ilusiones, quiso dejar en buenas manos —las de Josep María Joan— a ese «ser» que la había acompañado siempre.
Viendo al osito, observándolo detenidamente, realmente llega uno a olvidarse de que su tejido está desgastado por el afecto. Su propietaria quizás, pasaba una y otra vez sus manos sobre la cabeza en ademán de caricia o le apretaba fuertemente sus diminutos brazos para que no se «escapase» a las cercanas playas de la Costa Brava, o que no se llenase con las pinturas del hermano mayor...
Cuando charlo con Ana María Dalí a través del teléfono, intuyo que aún conserva una buena dosis de cariño hacia todo lo que tuvo cercano, aunque no siempre haya tenido igual respuesta.
—¿Es ese osito, Ana María, el único juguete que usted tuvo?
—No, ¡qué va!, tuve también muchas muñecas y algunas muy bonitas.
—¿Y se conserva así desde cuándo?
—Desde siempre, de toda la vida, porque nunca me separé de él hasta que lo doné al museo. Lo único que es nuevo es ese vestido celeste que es igual al que tenía y que Josep María ha sabido interpretar fielmente.
—¿Qué me puede contar de su relación con Federico García Lorca y de las cartas que le dirigía al «osito»?
— ¡Qué le voy a contar! Casi todo lo he dicho ya en los libros que he publicado y en lo escrito por Antonina Rodrigo...
Esta amiga de Ana María lo refleja así cuando habla de la «suerte» de este osito que ha salido del anonimato...
«En Figueras nacieron sus compañeros de juego, Ana María Dalí, su legítima dueña, y Salvador, su hermano mayor. Ana María lo conservó y continuó viviendo en su habitación y en el taller de Salvador. El muñeco, desde los más inverosímiles rincones, fue testigo de las primeras inquietudes plásticas del pintor, y esto fue posible porque Salvador y Ana María tardaron mucho en desprenderse de la crisálida de su infancia, una infancia larga y feliz.
El niño Salvador, convertido en artista de fama universal, llevó a sus lienzos los recuerdos inolvidables de su infancia. Un día, Salvador invitó a un poeta granadino, compañero en la Residencia de Estudiantes de Madrid, a conocer el Ampurdán, donde por primera vez en su vida, iba a oír «la verdadera y clásica flauta del pastor» —según decía el poeta a su amigo Fernando Vilchez en una tarjeta postal que le envió a Granada— Se llamaba Federico García Lorca. También él había tenido una infancia plena, que iba a nutrir su vida y su obra. Y ése fue el secreto por el cual el poeta andaluz pudo traspasar la frontera mágica, de juegos y bromas de los hermanos Dalí, con aquel osito de peluche y ojos asombrados. Ana María lo contó con nostalgia:
—Cuando Federico vino a mi casa por primera vez, en 1925, yo tenía diecisiete años. Entonces una chica de mi era mucho más niña que ahora. Figúrate que yo todavía me entretenía jugando con el osito, que era el único juguete que conservaba de mi infancia. Al osito lo vestía como si fuese un muñeco, con un delantalito, zapatillas y un sombrero. Casi siempre lo teníanos en la habitación donde estábamos, sentado en un pequeño sillón, y a mi hermano le gustaba ponerle libros de filosofía entre sus patitas —«para que se instruya»— decía. Federico también adoptó al osito como mascota, porque enseguida se dio cuenta que aquel juguete entraba en casi todos nuestros juegos y bromas. Un día, muy serio, me preguntó ¿cómo se llama? y yo le respondí «Osito». Por su gran parecido con el dra-maturgo Eduardo Marquina —«deben ser parientes»— dijo Federico lo bautizó «Don Osito Marquina».
Como estaba siempre con nosotros aparecen en algunas fotografías de aquella época. Federico lo escondía a menudo en los lugares más inverosímiles y le divertía verme buscarlo inúl-tilmente por todas partes, hasta que yo enfadada, le preguntaba «Federico, ¿dónde esta el osito?» El me respondía que no lo sabía y que tenía cosas más serias en las que pensar. El juego duraba hasta que me veía enfadada de verdad y entonces él fingía haberlo encontrado. Este osito ocupó un lugar preferente en nuestra amistad. Federico llegó a escribirle postales e incluso alguna carta, que yo respondía como si fuese el osito.
El viaje más apasionante, que realizó el osito fue de Figueras a Cadaqués, con Federico, a primeros de junio de 1927. Faltaban pocos días para el estreno de su drama «Mariana Pineda» para el cual Salvador Dalí había realizado los decorados. El motivo del viaje fue que el poeta quiso llevarle a Ana María un ejemplar de su libro Canciones 1921-1924», donde incluía una dedicada a ella, «sirena y pastora del Ampurdán».
Ana María cuenta a Antonina Rodrigo cómo fue aquel día...
«Puedes suponer con qué ilusión lo dejé todo para preparar su llegada. Pero al día siguiente, cuando todo estaba a punto... la mesa de la terraza, frente al mar, como a él le gustaba y la comida preparada con esmero, y yo, tan contenta por la alegría que suponía su presencia, llegó un taxi. Salí corriendo... pero ante mi sorpresa, Federico no venía en el coche. En suinterior, esta- ba el chófer y en el asiento trasero, muy bien instalado, el osito de peluche. Extrañada le pregunté al taxista ¿no ha venido nadie más?
—Pues no señorita. Han puesto aquí este muñeco y me han dicho que se lo trajera.
Qué desilusión, casi habría llorado. Cogí el osito y sin más entré en casa para decirle a Consuelo —la muchacha— que Federico no vendría a comer, pero no tuve tiempo de terminar la frase porque Federico, apareciendo como por encanto, me cogió del brazo y muy enfadado me dijo: ¿Te parece bien esto? ¡Eh! ¿Te parece bien? Todos los días me están dando la lata con el osito... ¿donde está el osito? ¿dónde está el osito?, ¿y ahora qué?, porque yo no he oído que le preguntaras al osito ¿dónde está Federico? A ver, di-me, ¿qué me contestas ahora?.
Yo, sorprendida y preocupada a la vez, iba diciéndole, «no te enfades, no te enfades...», pero él siguió fingiendo estar furioso, hasta que, no pudiendo disimular más, se echó a reír, con aquella risa que tanto nos gustaba».
La breve conversación con Ana María Dalí, que a pesar de su edad y de su dolencia no puso impedimentos para atender nuestra llamada, pone de manifiesto lo que ya intuíamos al principio: el enorme amor hacia su hermano y hacia Federico, volcado en el cariño a un juguete, un simple osito de peluche: El Osito Marquina.