Francisco Benítez Aguilar
Octavio Publio Abderitano había roto la norma y en una reunión de patricios fue condenado, apenas sin que escucharan sus alegaciones, a sufrir el tormento de abandonar su pequeña pero acogedora villa, levantada en su juventud sobre un pequeño montículo desde el que se divisaba el mar.
Por el Norte, los perfiles nevados de la sierra coronaban la cadena montañosa que iba haciéndose menos abrupta, hasta terminar en una playa de gravas y arenisca que, en invierno, se orlaba de un cinturón de algas y restos de maderas a merced de las olas y los vientos, y que desde la primavera hasta bien entrado el otoño, servía para que los escasos habitantes del lugar hallasen el reposo o la distracción, escarbando en la arena buscando almejas o los restos escupidos por las aguas.
El paisaje se fracturaba por el río, de frondosas alamedas, eneas y cañaverales, descendiendo sinuoso y bravo hasta su tramo medio, y ancho, apacible y caudaloso casi en la desembocadura. Allí, en el margen derecho, se erguía la villa, como punto final de una sucesión de edificaciones, casi todas en ruinas y vacías. Pocas quedaban en pie y tal vez por eso, la villa de Octavio Publio Abderitano lucía más hermosa a la vista de los navegantes que, haciendo cabotaje, recorrían sin mucho beneficio, de refugio en refugio, toda la costa de la Bética.
La casa, confundida muchas veces con un faro, estaba limpia y cuidada, aún con los aromas y la energía de lo habitado.
El amanecer hacía que las fragantes flores ofrecieran el espectáculo de las gotas de rocío uniéndose como riachuelos sobre las hojas y penetrando en la tierra tras descender por los tallos, transformarse en alimento. Pero el atardecer era igual de majestuoso. Desde los azulados blancos cenitales a los rojizos del horizonte, el día se iba despidiendo, regalando el milagro de lo irrepetible. Ningún ocaso es igual. Días de cielo limpio; días de arreboles; días de negros nubarrones; días en los que los problemas cotidianos impedían apreciar ese constante juego entre el sol y la luna.
El enorme mosaico que adornaba el pavimento del solarium era un trabajo hecho día a día, pieza a pieza; horas y horas de paciente labor en las que olvidar las discusiones, las batallas. Por eso pretendió, entre lágrimas y una rabia de impotencia que le ahogaba y le presionaba el pecho, hasta casi no poder articular palabra, ir arrancando uno a uno, cada cuadradito, con el sueño de ir recomponiendo aquella inmensa imagen de sirenas y fuentes, de leones y guerreros, y volver a colocarlas en el lugar donde recalara para empezar una nueva vida. Pero apenas tuvo tiempo de iniciar la recolección por una esquina, cuando debió abandonar la tarea sobresaltado, ante el violento golpear en la puerta.
- Úrsula, por favor, ¿Puedes abrir? Y susurrando completó su reflexión… ¡No sé cómo sigo hablando como si ella estuviera!
Úrsula había marchado, al lugar donde dicen que habitan los dioses, apenas hacía doce madrugadas, aunque Octavio Publio aún hablaba, dormía y proyectaba su existencia en plural, sin querer reconocer que se encontraba terriblemente solo en la coqueta villa.
Octavio Publio se había levantado, como era su costumbre, antes que rayara el alba, porque disfrutaba de ese instante hermoso del amanecer, con el tímido sol descubriendo de nuevo la arboleda y remontando en pocos minutos las copas más altas. Era el momento de cortar alguna flor para llevarla hasta la cama de Úrsula y despertarla con la caricia de la seda y el perfume mágico de un poco de jazmín y de una rosa.
Pero Úrsula no respondió y aparecía inerte y pálida, como en un profundo sueño. Aquella escena y los posteriores momentos volverían a la mente de Publio como oleadas de dolor mezclado con ternura y desesperación.
Arrancar pieza a pieza el mosaico era, a pesar del dolor, un alivio para ir recordando cada instante de esos veinte años vividos, compartidos, con la amada Úrsula a quien veía reflejada sobre el acristalado suelo.
Cuando se dio cuenta que estaba hablando solo, se levantó, se sacudió la túnica, se limpió las manos y caminó hacia la puerta. Ya no había más tiempo. Todo estaba listo para el viaje.