Con ese crujido premonitorio de rodilla noté que algo barruntaba a mi alrededor. Ese chasquido seco, no audible, inarmónico y esas burbujas que estallaban dentro de mi articulación podrían pronosticar artrosis, desgaste de menisco o un cambio en la humedad del ambiente. Podría augurar que ya era mayor. Pero no. En mi caso, esa fricción de hueso contra hueso presagiaba la mejor versión de Kramer contra Kramer que hubiera imaginado.
En esos eternos anuncios publicitarios de la película que estábamos viendo y con un tímido balbuceo, como el zumbido de un enjambre de insectos, casi insonoro, pero aclaratorio y lapidario, me dijo: “Quiero que leas una carta que te he escrito y que me digas tu opinión sincera”.
Acostumbrada a corregir exámenes, cogí mis gafas de cerca y me dispuse, sin dilación, a cumplir, su petición.
Pasados unos minutos y analizado su escrito, con toda la calma de la que fui capaz, le respondí: “Ya la he leído, Ramón. En el análisis del texto que me has facilitado he prescindido del resumen y contexto y he ido directamente al grano: El léxico que utilizas es demasiado coloquial. El tono es seco, con una pizca de indiferencia. En el aspecto gramatical, te diré, que la epístola, carta o como quieras llamarle a ese pedazo de papel, tiene problemas de concordancia, tanto verbal, como en número y género. En cuanto al contenido, queda clarísimo que quieres el divorcio. Comentas, con una dulzura algo trabajada que, si no me importa, te deje el piso porque tú no trabajas hace ya quince años y yo cobro la pensión máxima.
Ah. Como prueba de mi profesionalidad, te regalo el comentario ortográfico: solo diré que te faltaron ocho tildes, dos interrogaciones, un punto y coma y un millón de agradecimientos por haberte aguantado quince cumpleaños”.